Estaba en sexto grado,
en
una escuela pública gigantesca
que
tenía que dividir
en
cinco los grados.
Un
infierno para un niño poeta.
Con
nadie me entendía,
me
encerraba en mi cabeza
y
allí pasaba el día.
Aprendí
un gesto
que
intimidaba a los niños,
aprendí
una mirada
que
desinteresaba a los maestros.
Me
perdía en mis propias ideas,
descubría
a todo el que me mentía,
y aprendí
que solo se puede vivir
con
una sola conciencia.
Estuve
solo,
tan
solo que lloraba
sin
entenderlo.
Me
hacia la idea
del
adulto que quería ser,
y
nunca convertirme
en
aquellos adultos
que
de seguro cuando niños
eran
iguales aquellos
que
se reían en el salón.
Siempre
algo los delataba,
cualquier
fulano que me cruzaba
por
la plaza de Vega Baja,
le
quedaban en los rabitos de los ojos
sobras
de maldad.
“Tu
eres bien raro,”
lo
escuche mil veces
y tenía
la respuesta perfecta
pero
no la decía,
nunca
lo decía.
Era
mi cárcel,
mi
penitencia por ser un niño,
que
tenía que hablar,
cuando
las gallinas mearan.
Me
calle tanto,
que
las filosofías
se
me escapaban
en
gritos de rabietas.
Y
me hice duro,
tan
duro,
como
el Oso blanco,
entre
murallas
de
lágrimas coaguladas,
con
un francotirador en la azotea,
aniquilando
cualquier antojo,
que
me convirtiera en un hombre
como
aquellos,
aquellos
que podían ser cualquiera,
cualquiera
que algún día
se
hubiera traicionado a sí mismo,
y
no hubiera defendido su derecho
a
ser un niño bueno.
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