Yo era un hombre solitario.
Escogí el bosque como casa
pues mis manos eran para el hacha no para las armas.
El mundo estaba bajo el mando
de un partido político llamado Lobos.
Nací sin colmillos, sin sed de sangre. En cambio las plantas, me daban aire.
Siempre odie la injusticia,
una vez traté de salvar una caperuza
de un lobo que le hacía daño.
Pero más tarde fui criticado
porque se habían jurado amor
hace muchos años.
-Uno no se mete donde no te llaman!-
Me habían gritado.
Así, que me alejé de todo,
cortaba mi leña, y la ofrecía
para combatir el frio.
La soledad se me acomodaba.
De todas maneras me tocaba.
Los lobos no me invitaban
a trabajar, mucho menos a fiestas.
Ellos buscan andar en manada
y a mi lo de cómplice no se me daba.
Lo mío era caminar el bosque,
talar las ramas de los árboles más altos
sin hacer daños a los nidos de pájaros.
Era un cirujano de la leña.
No había que desaparecer el bosque
para darle calor y calma
a una civilización friolenta.
Todo lo hacía mientras tarareaba,
una canción sin letras
que me daba fuerzas
para que mis brazos resistieran
el empuje contra la madera.
Los lobos, habían implantado
la loca costumbre
de ponerles caperuzas rojas
a las niñas que ya menstruaban.
Dejaban de ser tratadas como crías
para convertirse en víctimas.
Por eso, una abuela del bosque
no llamó a la policía, cuando un lobo
entró donde vivía.
Hizo con la anciana lo que quiso.
Mas tarde, trató lo mismo
cuando llegó su nieta
con su capa escarlata.
Los gritos de terror eran tantos.
No pude quedar de brazos cruzados.
Entré en la casa sin tocar la puerta
entonando mi canción de cortar árbol.
El lobo estaba demasiado entretenido
rasgando la caperuza roja
así que no se dio cuenta
hasta que sintió el frío
de mi hacha sobre su cabeza rota.
Mi canción tiene doce tiempos,
que se repiten hasta que la madera cede.
No hacía falta seguir dando hachazos,
pero no pude detenerme.
Seguí golpeando y golpeando
hasta que dejé un charco de sangre
y un revolú de carnes.
La abuela me dio las gracias,
me pidió que me vaya...
Nunca mas volví a verla.
Pero una vez me enteré
que habían dicho que un lobo de veras
había entrado a la choza y matado a la bestia.
Me dio gracia la incongruencia.
Que más da? No pasa nada;
en una civilización que protege lo más sano
con puros cuentos de hadas.
Escogí el bosque como casa
pues mis manos eran para el hacha no para las armas.
El mundo estaba bajo el mando
de un partido político llamado Lobos.
Nací sin colmillos, sin sed de sangre. En cambio las plantas, me daban aire.
Siempre odie la injusticia,
una vez traté de salvar una caperuza
de un lobo que le hacía daño.
Pero más tarde fui criticado
porque se habían jurado amor
hace muchos años.
-Uno no se mete donde no te llaman!-
Me habían gritado.
Así, que me alejé de todo,
cortaba mi leña, y la ofrecía
para combatir el frio.
La soledad se me acomodaba.
De todas maneras me tocaba.
Los lobos no me invitaban
a trabajar, mucho menos a fiestas.
Ellos buscan andar en manada
y a mi lo de cómplice no se me daba.
Lo mío era caminar el bosque,
talar las ramas de los árboles más altos
sin hacer daños a los nidos de pájaros.
Era un cirujano de la leña.
No había que desaparecer el bosque
para darle calor y calma
a una civilización friolenta.
Todo lo hacía mientras tarareaba,
una canción sin letras
que me daba fuerzas
para que mis brazos resistieran
el empuje contra la madera.
Los lobos, habían implantado
la loca costumbre
de ponerles caperuzas rojas
a las niñas que ya menstruaban.
Dejaban de ser tratadas como crías
para convertirse en víctimas.
Por eso, una abuela del bosque
no llamó a la policía, cuando un lobo
entró donde vivía.
Hizo con la anciana lo que quiso.
Mas tarde, trató lo mismo
cuando llegó su nieta
con su capa escarlata.
Los gritos de terror eran tantos.
No pude quedar de brazos cruzados.
Entré en la casa sin tocar la puerta
entonando mi canción de cortar árbol.
El lobo estaba demasiado entretenido
rasgando la caperuza roja
así que no se dio cuenta
hasta que sintió el frío
de mi hacha sobre su cabeza rota.
Mi canción tiene doce tiempos,
que se repiten hasta que la madera cede.
No hacía falta seguir dando hachazos,
pero no pude detenerme.
Seguí golpeando y golpeando
hasta que dejé un charco de sangre
y un revolú de carnes.
La abuela me dio las gracias,
me pidió que me vaya...
Nunca mas volví a verla.
Pero una vez me enteré
que habían dicho que un lobo de veras
había entrado a la choza y matado a la bestia.
Me dio gracia la incongruencia.
Que más da? No pasa nada;
en una civilización que protege lo más sano
con puros cuentos de hadas.
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